La romantización del amor, tan propia de épocas pasadas, parece que en la nuestra llega a su fin de la mano de disciplinas tan iconoclastas como lo son el psicoanálisis y la neurociencia ―esta más novedosa que aquel y, para algunos, incluso una especie de antídoto científico a la fabulación del psicoanálisis.
Desde ambas perspectivas es posible entender el amor despojado totalmente de esa idealización o mistificación que desde varias tradiciones se le ha impuesto, esa “aura amorosa” en torno suyo que a la luz de las teorías de Lacan o los descubrimientos neurocientíficos queda reducida a un malentendido en la percepción simbólica del sujeto o al resultado de reacciones neuroquímicas y hormonales que hacen del fenómeno amoroso un algoritmo fisiológico.
De entrada recordemos que en el psicoanálisis lacaniano el enamoramiento hacia otra persona, en cierto sentido, no existe. Hay en todo caso un equívoco, la identificación errónea de algo que el sujeto cree advertir en otra persona, un excedente en el otro que carece de realidad más allá de la figuración del sujeto, un algo que el otro no tiene pero que el enamorado admira y desea para sí. La conocida fórmula del objet petit a (según lo explica Žižek):
¿En qué consiste el señuelo del amor? Cuando estoy enamorado, amo a alguien a causa del objeto a en él, a causa de lo que “en él [es] más que él mismo”, en síntesis, el objeto del amor no puede darme lo que demando de él ya que no lo posee, dado que, en lo más íntimo, se trata de un exceso. Lo que define al amor es esta discordancia o brecha básica (elaborada por Lacan a propósito de la relación de Alcibíades con Sócrates en el Banquete de Platón): el amador [erastés] busca en el amado [éromenos] lo que a él le falta, pero, como lo expresa Lacan, “lo que a uno le falta no es lo que está escondido dentro del otro” —de este modo, lo único que le queda por hacer al amado es realizar una especie de intercambio de lugares, cambiar de objeto a sujeto del amor, en síntesis: devolver amor.
Esto por lo que toca al psicoanálisis, ideas acaso cuestionables que para algunos poseen coherencia, sentido y realidad a pesar de (o gracias a) la retórica laberíntica en que están envueltas, sobre todo porque encuentran eco en experiencias concretas relativas al amor.
Por otro lado tenemos la neurociencia, en donde, según palabras de Helen Fisher, bioantropóloga en la Universidad de Rutgers especializada en la evolución de las emociones humanas, el amor no es una emoción, sino, por el contrario, “un sistema de motivaciones, un impulso, es parte del sistema de recompensas del cerebro”.
En efecto: el amor romántico se explica como la combinación de altos niveles de dopamina y norepinefrina, además de poca serotonina, todo lo cual se conjuga para generar en el cerebro el pensamiento obsesivo hacia la otra persona que caracteriza la atracción amorosa. Estos mismos químicos también son los responsables de las sensaciones de euforia que sobrevienen cuando el panorama amoroso se presenta favorable y el viraje brutal hacia la depresión o la frustración cuando se atisba un posible fracaso. En relaciones amorosas de largo aliento son la oxitocina y la vasopresina las que nos proveen el sentimiento de tranquilidad y comodidad que sentimos cuando nos encontramos en compañía del ser amado.
Ahora bien, ambos planteamientos explican con (relativa) suficiencia por qué amamos y qué pasa en nuestra mente cuando amamos. Sin embargo, a mi juicio esto no basta para desmitificar el amor, para defenestrarlo de ese sitial privilegiado que ocupa en las intenciones sentimentales de casi cualquiera. Pervive en un rincón una circunstancia relacionada con el amor cuyo misterio parece ampliarse y cubrir la noción entera, so riesgo de echar por tierra todas estas teorías.
Podemos saber por qué amamos y qué pasa fisiológicamente en nuestro interior cuando amamos, pero ¿por qué elegimos amar a una persona en específico y no a otra? Tomando en cuenta que a diario, en los muchos días de nuestra vida, nos cruzamos con muchísimas personas, entablamos contacto cotidiano con otras, iniciamos o reanudamos relaciones con las más variadas, ¿por qué no caemos enamorados (si se me permite el galicismo) de más de una de estas a cada momento con la misma intensidad que sí sucede con una sola y con expectativas más ambiciosas?
Hablo, ya se ve, de ese relámpago letal y poco frecuente que es el enamoramiento, ese arrebato súbito, ese coup de foudre, ese acceso de locura, esa manía erotike, esa forma de la posesión, el “flechazo” del imaginario popular que intenta emerger al lenguaje solo a través del sentido figurado y las metáforas, de los muchos significantes aledaños a una realidad en esencia inefable.
Tal vez exagero, pero me parece que todos esos esfuerzos por sujetar racionalmente la naturaleza amorosa quedan supeditados a la irracionalidad del azar, de la casualidad, del encuentro fortuito con una persona que sin saber por qué comenzamos paulatinamente a amar, justo como si en ese preciso instante potencias ajenas a nuestra voluntad y nuestro entendimiento nos hicieran cautivos dentro de nuestra propia ignorancia, forzando una entrega irremisible a su actuar inevitable.
Con todo, que el psicoanálisis o la neurociencia no puedan ofrecer una respuesta satisfactoria a este problema no significa —al menos no para mí— que abdiquemos por completo de la racionalidad. Quizá el enamoramiento sea, después de todo, solo un asunto de probabilidades.
De entrada recordemos que en el psicoanálisis lacaniano el enamoramiento hacia otra persona, en cierto sentido, no existe. Hay en todo caso un equívoco, la identificación errónea de algo que el sujeto cree advertir en otra persona, un excedente en el otro que carece de realidad más allá de la figuración del sujeto, un algo que el otro no tiene pero que el enamorado admira y desea para sí. La conocida fórmula del objet petit a (según lo explica Žižek):
¿En qué consiste el señuelo del amor? Cuando estoy enamorado, amo a alguien a causa del objeto a en él, a causa de lo que “en él [es] más que él mismo”, en síntesis, el objeto del amor no puede darme lo que demando de él ya que no lo posee, dado que, en lo más íntimo, se trata de un exceso. Lo que define al amor es esta discordancia o brecha básica (elaborada por Lacan a propósito de la relación de Alcibíades con Sócrates en el Banquete de Platón): el amador [erastés] busca en el amado [éromenos] lo que a él le falta, pero, como lo expresa Lacan, “lo que a uno le falta no es lo que está escondido dentro del otro” —de este modo, lo único que le queda por hacer al amado es realizar una especie de intercambio de lugares, cambiar de objeto a sujeto del amor, en síntesis: devolver amor.
Esto por lo que toca al psicoanálisis, ideas acaso cuestionables que para algunos poseen coherencia, sentido y realidad a pesar de (o gracias a) la retórica laberíntica en que están envueltas, sobre todo porque encuentran eco en experiencias concretas relativas al amor.
Por otro lado tenemos la neurociencia, en donde, según palabras de Helen Fisher, bioantropóloga en la Universidad de Rutgers especializada en la evolución de las emociones humanas, el amor no es una emoción, sino, por el contrario, “un sistema de motivaciones, un impulso, es parte del sistema de recompensas del cerebro”.
En efecto: el amor romántico se explica como la combinación de altos niveles de dopamina y norepinefrina, además de poca serotonina, todo lo cual se conjuga para generar en el cerebro el pensamiento obsesivo hacia la otra persona que caracteriza la atracción amorosa. Estos mismos químicos también son los responsables de las sensaciones de euforia que sobrevienen cuando el panorama amoroso se presenta favorable y el viraje brutal hacia la depresión o la frustración cuando se atisba un posible fracaso. En relaciones amorosas de largo aliento son la oxitocina y la vasopresina las que nos proveen el sentimiento de tranquilidad y comodidad que sentimos cuando nos encontramos en compañía del ser amado.
Ahora bien, ambos planteamientos explican con (relativa) suficiencia por qué amamos y qué pasa en nuestra mente cuando amamos. Sin embargo, a mi juicio esto no basta para desmitificar el amor, para defenestrarlo de ese sitial privilegiado que ocupa en las intenciones sentimentales de casi cualquiera. Pervive en un rincón una circunstancia relacionada con el amor cuyo misterio parece ampliarse y cubrir la noción entera, so riesgo de echar por tierra todas estas teorías.
Podemos saber por qué amamos y qué pasa fisiológicamente en nuestro interior cuando amamos, pero ¿por qué elegimos amar a una persona en específico y no a otra? Tomando en cuenta que a diario, en los muchos días de nuestra vida, nos cruzamos con muchísimas personas, entablamos contacto cotidiano con otras, iniciamos o reanudamos relaciones con las más variadas, ¿por qué no caemos enamorados (si se me permite el galicismo) de más de una de estas a cada momento con la misma intensidad que sí sucede con una sola y con expectativas más ambiciosas?
Hablo, ya se ve, de ese relámpago letal y poco frecuente que es el enamoramiento, ese arrebato súbito, ese coup de foudre, ese acceso de locura, esa manía erotike, esa forma de la posesión, el “flechazo” del imaginario popular que intenta emerger al lenguaje solo a través del sentido figurado y las metáforas, de los muchos significantes aledaños a una realidad en esencia inefable.
Tal vez exagero, pero me parece que todos esos esfuerzos por sujetar racionalmente la naturaleza amorosa quedan supeditados a la irracionalidad del azar, de la casualidad, del encuentro fortuito con una persona que sin saber por qué comenzamos paulatinamente a amar, justo como si en ese preciso instante potencias ajenas a nuestra voluntad y nuestro entendimiento nos hicieran cautivos dentro de nuestra propia ignorancia, forzando una entrega irremisible a su actuar inevitable.
Con todo, que el psicoanálisis o la neurociencia no puedan ofrecer una respuesta satisfactoria a este problema no significa —al menos no para mí— que abdiquemos por completo de la racionalidad. Quizá el enamoramiento sea, después de todo, solo un asunto de probabilidades.
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